Relato propio junto con Zhely Alceda
Tal vez se pregunten hacia donde me dirijo, he recibido una llamada
reportando cosas extrañas en una casa del centro de la cuidad. No
termino de entender lo que está sucediendo. En los noticieros se ven a
diario cosas como esta, situaciones inexplicables, aún siendo policía
nunca había visto algo como esto (ni siquiera los años en el
departamento de homicidios). ¿Cómo se enfrenta lo inexplicable?, de la
única forma en que se puede hacer.
Bajo del coche y los nervios me traicionan —no puedo detenerme, no ahora —me digo intentando convencerme de que todo estará bien. Entro en el lugar (la puerta está abierta, no debe ser buena señal), todo está hecho un asco. Parece como si en muchos días no hubieran limpiado: hay ropa sucia –o quizá limpia- por todos lados, es casi imposible caminar por el lugar; a lo lejos, el zumbido de las moscas sobre los trastes y la basura, me hace sudar. Más tétrico no puede ser, pienso al tiempo que busco los ventanales; debe de haber luz, es necesaria (algo que aprendí en mi carrera). Camino silenciosamente, no quiero despertar nada.
Llego a una habitación, esta aún tiene la ventana abierta (es medio día), suspiro con alivio al ver que tengo todavía horas por delante. Busco aquello que me indique lo que necesito saber bajo el marco de la puerta: observo como en la pantalla de la computadora, frente a mí, se pasea una franja horizontal característica del salvapantalla; en la radio palpita la luz roja de “encendido” (¿variantes de voltaje?, eso es nuevo); a mi lado un televisor conectado a una vieja videocasetera… algo me dice que, bueno no importa lo que me diga. Recorro el corto tramo siguiendo la pared, enciendo la televisión y acciono el “play” del reproductor.
Ante mí aparece un hombre joven y delgado cuyas facciones denotan que lo que está por ocurrir no es algo para tomar a la ligera. Sus palabras son torpes, demasiado improvisadas. Se halla en la misma habitación donde me encuentro.
—Hola, mi nombre es… —su rostro cambia— qué más da como me llamo. Los últimos días por la red ha circulado información (gran cantidad) relacionada con un hecho que todavía no puedo creer del todo. Mi deber es contarles la verdad de lo que está sucediendo. ¿Cómo explicarlo con palabras sencillas? —Traga en seco—. Un programa, un software, ha hecho algo que en todos mis años en esta “profesión” me parecía imposible, hasta hoy. No me quiero adelantar a los hechos, les hablaré del inicio —su postura se relaja como si los recuerdos lo tranquilizaran.
—Hace unos cinco días se dio de alta una página web cuya dirección sólo era accesible a través de la invitación enviada por mail. No está demás aclarar que yo he recibido una —mira hacia arriba proyectando una sonrisa triste. —Como buen gato curioso que soy me decidí a entrar a esta misteriosa página, que tonto fui (soy). No tengo palabras para describirlo pero imágenes de pesadilla, mensajes en clave y sonidos trillados son algunas de las cosas que recuerdo; desde entonces no he podido sacar de mi cabeza esa basura. —Apunta sus ojos hacia los míos, pareciera que su mirada lograra penetrarme.
—El programa alojado en esa página me sigue llamando, como en todos estos días (una voz musical, fantasmal). En momentos pensé que era mi papá el que me llamaba, mi abuelo o mi primo; todos ellos muertos. El murmullo me ordena que entre de nuevo, dice que todo está bien.
El monitor de la PC ubicada a mis espaldas vibra precoz, la grabación se pausa en seco. Miento si digo que un estremecedor frío no recorre mi cuerpo hasta lo más recóndito. Tengo miedo hasta el punto de casi orinar mis pantalones –ridículo, lo sé- pero cuando sabes (o al menos tienes una idea) a lo que te enfrentas regresas a ser aquel mocoso temblando bajo las sábanas de una cama gritando “¡mami, mami!”. Tomo aire e intento recordarme que es medio día, aún queda mucha luz.
Unas voces comienzan a sonar en los parlantes, doy un respingo —sin duda todo esto comienza a salirse de lo normal—, intento poner atención a lo que me dicen, el ruido es mucho y las voces muy pobres, no logro distinguir nada. Recuerdo que en las películas a veces, cuando seres del más allá intentan comunicarse, suben el volumen para escuchar mejor; sin pensarlo me acerco a las bocinas y las pongo al máximo —¡las películas son sólo fantasías estúpido! —me reto casi en grito, —cómo pude cometer semejante error de novato; de seguir así no sobreviviré.
Tomo asiento sin tener mucha alternativa. El sudor comienza a humedecer mi camisa, la desabotono por completo y dejo que la piel brille con la luz del monitor. El calor es intenso (tomo el mouse) empiezo a sentir como el aire sofoca mis pulmones haciendo difícil la respiración (un click y otro) no puedo más, intento mantener la vista en lo que tengo al frente, esas voces…
De pronto la cinta se acciona; aquel muchacho se le ve distinto, el asombro me deja sin palabra (continúa con su relato) sólo me queda escuchar y observar. Él se presenta con un aspecto cadavérico, sus ojos se hunden en sus cuencas bordeados por ojeras negras, los dientes sobresalen de la boca como astillas blancas y sus mejillas se tiñen de amarillo enfermo. Parece que en los pocos segundos de grabación habían pasado años.
—Respondí al llamado, no por su insistente capricho sino para poder analizar y encontrar un freno a esta locura desatada. Sólo he llegado a pocas conclusiones, muy pocas. —Respira profundamente provocando una serie de temblores en su pecho. —El software se esparce por las redes informáticas imitando el comportamiento de un virus: se reproduce, infecta y destruye. Cuando el usuario se encuentra en contacto con él comienza la segunda fase, el momento en que los fantasmas torturan la mente (la locura seduce) y después la tercera etapa —a pesar de la baja calidad de la cinta, veo como unas gotas de sangre salen de su nariz y oído. —Discúlpenme un momento, me ha cogido un poco de hambre.
La cinta salta nuevamente.
A pesar de los sonidos en las bocinas, un ruido seco se hace notar en algún lugar (mi mente grita: “¡mami, mami!”). Las voces no paran de hablar, busco apagarlas apretando el botón de encendido pero el ruido continúa, el cable no está conectado, suenan por sí solas. El ritmo de un tambor nace entre el murmullo, comienza a ascender y acelerar el compás (maldición, ¡pueden mutar!). Comencé a buscar un reloj, todos los de la habitación marcan las doce (inclusive el mío), el sol sigue iluminando por la ventana —esto no puede ser, ¡es ridículo!, sólo puede haber una explicación… —me digo sin pensar, se repite el sonido seco, lo percibo más cercano. Fijo la mirada al lugar de donde proviene: una madera se azota con el pasar del aire del ventilador, estoy tan paranoico que no logro distinguir los sonidos desde el inicio, definitivamente tendré que pedir unas vacaciones.
Me acerco al ventilador, está en la esquina entre el librero medio caído sobre el sofá y la televisión; en el suelo hay envolturas, tomo una para olerla -no me sorprendo del olor- hay decenas por todo el cuarto, no lo había notado.
—Está hambriento —dije por instinto al tiempo que apagaba el ventilador (no quiero sorpresas), la cinta se acciona al momento y los tambores también dejan de sonar. En esta ocasión “él” no está en la pantalla, sólo se ve la pared con el tapiz gris opaco. Pasa el tiempo y sigue sin aparecer el protagonista del video; me canso de esperar y regreso a la computadora.
Se bien de que invitación me está hablando, tecleo cuidadosamente cada letra escribiendo una sucesión de palabras incoherentes, “enter”. El programa –tal como sospecho- se está cargando; cada vez la temperatura va subiendo centígrado a centígrado, a estas alturas tengo que deshacerme por completo de mi camisa y mis jeans. Sigue cargando —¡la maldita tarda mucho!
La verdad no sé por que acepté estar aquí, nunca debí tomar este trabajo (bueno tampoco fue que me preguntaran si lo quería); todo sea por sobrevivir, al menos esa ha sido mi justificación. La desesperación gana camino, la computadora tarda en mostrar lo que quiero, me levanto y empiezo a dar vueltas por todo el cuarto (al menos por donde se puede caminar). El ventilador vuelve a encenderse, el golpe seco se repite. Ya estoy malhumorado, así que ahora lo apago a patadas, tomo la madera y la aviento al otro lado, el televisor (que seguía prendido) mostró el vuelo. Me quedo perplejo.
—Es mi fin —digo con la voz llena de miedo, no hay sábanas maternas que me abracen lo suficiente como para consolar el temblor de mi cuerpo. Muevo la mano tratando de pillar donde se encuentra la cámara, me paro en uno y otro punto del cuarto y el televisor sigue mostrando la frialdad del muro —¿será que lo he imaginado? —Estoy petrificado, recuerdo que tengo el ordenador trabajando —¡sí!, aún tengo un as bajo la manga.
Casi corro para llegar a la silla, muevo el mouse para quitar el protector de pantalla que ya se había accionado. Frente a mí un gran recuadro azul con letras amarillas –entrar- decía, doy click y de nuevo el joven me saluda. Me estremezco en mi asiento de sólo ver su apariencia; nadie creería lo que veo: los ojos blancos cuyas pupilas son una mera sombra, la piel que se desprende a colgajos, la saliva oscura y viscosa… Son sólo algunas cosas que me atormentarán durante las noches que intente conciliar el sueño a partir de hoy; el monitor lo muestra en toda su extensión.
—Presiento que no voy a poder seguir con estas grabaciones. Algo malo está pasando con mi cuerpo —mechones de cabello se desprenden de su cabeza—, mi último descubrimiento con relación al virus está en lo correcto; lamentablemente, tenía razón.
El programa no solo se distribuye e infecta por el medio digital sino que igualmente muta, como lo hace una especie que sabe que puede llegar a extinguirse, para pasarse a nuestra realidad. Este software, de alguna forma que nunca he visto en toda mi vida, se transforma en “virus biológico” (como la gripe o el resfriado); este cambio que de alguna manera se ve obligado a sufrir tiene su efecto en la tercera etapa.
El ruido se oye nuevamente -maldito ventilador, no deja de distraerme-. Se me erizan los pelos de la nuca; el video sigue, de algún modo la cámara y el televisor estaban conectados con el ordenador y estos a su vez cargados a la página web. —¡Todo es falso! Lo sabía —pienso con aires de victoria—; pero ¿y las voces, y el tambor…?
—Yo-yo me encuentro en la tercerrr-a fase de la infección… —su hablar no es constante, es como si tuviera que hacer un esfuerzo para formar cada palabra y seguir la línea de sus propias ideas— nunca debí aceptar esa invitación… No debí visitar esa… esa web, ni escuchar esssa endiablada múuuu-sica…
Toma un tiempo antes de continuar, al parecer volvía a recobrarse —por suerte, he dejadodeoír las voces —ahora era fluido, corría en las palabras como eufórico salido de sí mismo—, losespectros han calladoyahora todo essilencio… —Se detiene, como si recordara algo indispensable, vuelvo a sentir la pesadez de sus pupilas sobre mí —pero eso me ha dejado de importar desde hace unas horas…
Se aferra ciegamente al estómago con los brazos, uno de ellos muestra su carne roja.
De nuevo el golpe, pero esta vez se escucha distinto. El calor me sofoca.
—¡Ventilador de porquería te voy a destrozar en pedazos! —grito como un lunático.
Un momento…
Ya había roto el aparato, -vuelve el golpe- este proviene de otro lugar. Giro sobre mí y lo veo en persona, parado contra el marco de la puerta. La grabación sigue funcionando, aunque no veo la imagen, puedo escucharlo…
—No puedo calmar esta hambre que me invade. Parece como si fuera lo único que me permite mantenerme en pie. Hace unos minutos me he visto tentado a comer carne... humana.
El monstruo salta como fiera hambrienta. Trato de esquivarlo y me azoto contra la pared, casi caigo al suelo al perder el equilibrio. Intento luchar contra él pero estoy a su merced, parece que no salgo de esto. No llego a ver sus dientes sin embargo siento como van desgarrando la carne en mi cuello… Todavía se logra mirar la luz del medio día que cruza por la ventana.
Mami, ¿hoy puedo dormir con ustedes?
Bajo del coche y los nervios me traicionan —no puedo detenerme, no ahora —me digo intentando convencerme de que todo estará bien. Entro en el lugar (la puerta está abierta, no debe ser buena señal), todo está hecho un asco. Parece como si en muchos días no hubieran limpiado: hay ropa sucia –o quizá limpia- por todos lados, es casi imposible caminar por el lugar; a lo lejos, el zumbido de las moscas sobre los trastes y la basura, me hace sudar. Más tétrico no puede ser, pienso al tiempo que busco los ventanales; debe de haber luz, es necesaria (algo que aprendí en mi carrera). Camino silenciosamente, no quiero despertar nada.
Llego a una habitación, esta aún tiene la ventana abierta (es medio día), suspiro con alivio al ver que tengo todavía horas por delante. Busco aquello que me indique lo que necesito saber bajo el marco de la puerta: observo como en la pantalla de la computadora, frente a mí, se pasea una franja horizontal característica del salvapantalla; en la radio palpita la luz roja de “encendido” (¿variantes de voltaje?, eso es nuevo); a mi lado un televisor conectado a una vieja videocasetera… algo me dice que, bueno no importa lo que me diga. Recorro el corto tramo siguiendo la pared, enciendo la televisión y acciono el “play” del reproductor.
Ante mí aparece un hombre joven y delgado cuyas facciones denotan que lo que está por ocurrir no es algo para tomar a la ligera. Sus palabras son torpes, demasiado improvisadas. Se halla en la misma habitación donde me encuentro.
—Hola, mi nombre es… —su rostro cambia— qué más da como me llamo. Los últimos días por la red ha circulado información (gran cantidad) relacionada con un hecho que todavía no puedo creer del todo. Mi deber es contarles la verdad de lo que está sucediendo. ¿Cómo explicarlo con palabras sencillas? —Traga en seco—. Un programa, un software, ha hecho algo que en todos mis años en esta “profesión” me parecía imposible, hasta hoy. No me quiero adelantar a los hechos, les hablaré del inicio —su postura se relaja como si los recuerdos lo tranquilizaran.
—Hace unos cinco días se dio de alta una página web cuya dirección sólo era accesible a través de la invitación enviada por mail. No está demás aclarar que yo he recibido una —mira hacia arriba proyectando una sonrisa triste. —Como buen gato curioso que soy me decidí a entrar a esta misteriosa página, que tonto fui (soy). No tengo palabras para describirlo pero imágenes de pesadilla, mensajes en clave y sonidos trillados son algunas de las cosas que recuerdo; desde entonces no he podido sacar de mi cabeza esa basura. —Apunta sus ojos hacia los míos, pareciera que su mirada lograra penetrarme.
—El programa alojado en esa página me sigue llamando, como en todos estos días (una voz musical, fantasmal). En momentos pensé que era mi papá el que me llamaba, mi abuelo o mi primo; todos ellos muertos. El murmullo me ordena que entre de nuevo, dice que todo está bien.
El monitor de la PC ubicada a mis espaldas vibra precoz, la grabación se pausa en seco. Miento si digo que un estremecedor frío no recorre mi cuerpo hasta lo más recóndito. Tengo miedo hasta el punto de casi orinar mis pantalones –ridículo, lo sé- pero cuando sabes (o al menos tienes una idea) a lo que te enfrentas regresas a ser aquel mocoso temblando bajo las sábanas de una cama gritando “¡mami, mami!”. Tomo aire e intento recordarme que es medio día, aún queda mucha luz.
Unas voces comienzan a sonar en los parlantes, doy un respingo —sin duda todo esto comienza a salirse de lo normal—, intento poner atención a lo que me dicen, el ruido es mucho y las voces muy pobres, no logro distinguir nada. Recuerdo que en las películas a veces, cuando seres del más allá intentan comunicarse, suben el volumen para escuchar mejor; sin pensarlo me acerco a las bocinas y las pongo al máximo —¡las películas son sólo fantasías estúpido! —me reto casi en grito, —cómo pude cometer semejante error de novato; de seguir así no sobreviviré.
Tomo asiento sin tener mucha alternativa. El sudor comienza a humedecer mi camisa, la desabotono por completo y dejo que la piel brille con la luz del monitor. El calor es intenso (tomo el mouse) empiezo a sentir como el aire sofoca mis pulmones haciendo difícil la respiración (un click y otro) no puedo más, intento mantener la vista en lo que tengo al frente, esas voces…
De pronto la cinta se acciona; aquel muchacho se le ve distinto, el asombro me deja sin palabra (continúa con su relato) sólo me queda escuchar y observar. Él se presenta con un aspecto cadavérico, sus ojos se hunden en sus cuencas bordeados por ojeras negras, los dientes sobresalen de la boca como astillas blancas y sus mejillas se tiñen de amarillo enfermo. Parece que en los pocos segundos de grabación habían pasado años.
—Respondí al llamado, no por su insistente capricho sino para poder analizar y encontrar un freno a esta locura desatada. Sólo he llegado a pocas conclusiones, muy pocas. —Respira profundamente provocando una serie de temblores en su pecho. —El software se esparce por las redes informáticas imitando el comportamiento de un virus: se reproduce, infecta y destruye. Cuando el usuario se encuentra en contacto con él comienza la segunda fase, el momento en que los fantasmas torturan la mente (la locura seduce) y después la tercera etapa —a pesar de la baja calidad de la cinta, veo como unas gotas de sangre salen de su nariz y oído. —Discúlpenme un momento, me ha cogido un poco de hambre.
La cinta salta nuevamente.
A pesar de los sonidos en las bocinas, un ruido seco se hace notar en algún lugar (mi mente grita: “¡mami, mami!”). Las voces no paran de hablar, busco apagarlas apretando el botón de encendido pero el ruido continúa, el cable no está conectado, suenan por sí solas. El ritmo de un tambor nace entre el murmullo, comienza a ascender y acelerar el compás (maldición, ¡pueden mutar!). Comencé a buscar un reloj, todos los de la habitación marcan las doce (inclusive el mío), el sol sigue iluminando por la ventana —esto no puede ser, ¡es ridículo!, sólo puede haber una explicación… —me digo sin pensar, se repite el sonido seco, lo percibo más cercano. Fijo la mirada al lugar de donde proviene: una madera se azota con el pasar del aire del ventilador, estoy tan paranoico que no logro distinguir los sonidos desde el inicio, definitivamente tendré que pedir unas vacaciones.
Me acerco al ventilador, está en la esquina entre el librero medio caído sobre el sofá y la televisión; en el suelo hay envolturas, tomo una para olerla -no me sorprendo del olor- hay decenas por todo el cuarto, no lo había notado.
—Está hambriento —dije por instinto al tiempo que apagaba el ventilador (no quiero sorpresas), la cinta se acciona al momento y los tambores también dejan de sonar. En esta ocasión “él” no está en la pantalla, sólo se ve la pared con el tapiz gris opaco. Pasa el tiempo y sigue sin aparecer el protagonista del video; me canso de esperar y regreso a la computadora.
Se bien de que invitación me está hablando, tecleo cuidadosamente cada letra escribiendo una sucesión de palabras incoherentes, “enter”. El programa –tal como sospecho- se está cargando; cada vez la temperatura va subiendo centígrado a centígrado, a estas alturas tengo que deshacerme por completo de mi camisa y mis jeans. Sigue cargando —¡la maldita tarda mucho!
La verdad no sé por que acepté estar aquí, nunca debí tomar este trabajo (bueno tampoco fue que me preguntaran si lo quería); todo sea por sobrevivir, al menos esa ha sido mi justificación. La desesperación gana camino, la computadora tarda en mostrar lo que quiero, me levanto y empiezo a dar vueltas por todo el cuarto (al menos por donde se puede caminar). El ventilador vuelve a encenderse, el golpe seco se repite. Ya estoy malhumorado, así que ahora lo apago a patadas, tomo la madera y la aviento al otro lado, el televisor (que seguía prendido) mostró el vuelo. Me quedo perplejo.
—Es mi fin —digo con la voz llena de miedo, no hay sábanas maternas que me abracen lo suficiente como para consolar el temblor de mi cuerpo. Muevo la mano tratando de pillar donde se encuentra la cámara, me paro en uno y otro punto del cuarto y el televisor sigue mostrando la frialdad del muro —¿será que lo he imaginado? —Estoy petrificado, recuerdo que tengo el ordenador trabajando —¡sí!, aún tengo un as bajo la manga.
Casi corro para llegar a la silla, muevo el mouse para quitar el protector de pantalla que ya se había accionado. Frente a mí un gran recuadro azul con letras amarillas –entrar- decía, doy click y de nuevo el joven me saluda. Me estremezco en mi asiento de sólo ver su apariencia; nadie creería lo que veo: los ojos blancos cuyas pupilas son una mera sombra, la piel que se desprende a colgajos, la saliva oscura y viscosa… Son sólo algunas cosas que me atormentarán durante las noches que intente conciliar el sueño a partir de hoy; el monitor lo muestra en toda su extensión.
—Presiento que no voy a poder seguir con estas grabaciones. Algo malo está pasando con mi cuerpo —mechones de cabello se desprenden de su cabeza—, mi último descubrimiento con relación al virus está en lo correcto; lamentablemente, tenía razón.
El programa no solo se distribuye e infecta por el medio digital sino que igualmente muta, como lo hace una especie que sabe que puede llegar a extinguirse, para pasarse a nuestra realidad. Este software, de alguna forma que nunca he visto en toda mi vida, se transforma en “virus biológico” (como la gripe o el resfriado); este cambio que de alguna manera se ve obligado a sufrir tiene su efecto en la tercera etapa.
El ruido se oye nuevamente -maldito ventilador, no deja de distraerme-. Se me erizan los pelos de la nuca; el video sigue, de algún modo la cámara y el televisor estaban conectados con el ordenador y estos a su vez cargados a la página web. —¡Todo es falso! Lo sabía —pienso con aires de victoria—; pero ¿y las voces, y el tambor…?
—Yo-yo me encuentro en la tercerrr-a fase de la infección… —su hablar no es constante, es como si tuviera que hacer un esfuerzo para formar cada palabra y seguir la línea de sus propias ideas— nunca debí aceptar esa invitación… No debí visitar esa… esa web, ni escuchar esssa endiablada múuuu-sica…
Toma un tiempo antes de continuar, al parecer volvía a recobrarse —por suerte, he dejadodeoír las voces —ahora era fluido, corría en las palabras como eufórico salido de sí mismo—, losespectros han calladoyahora todo essilencio… —Se detiene, como si recordara algo indispensable, vuelvo a sentir la pesadez de sus pupilas sobre mí —pero eso me ha dejado de importar desde hace unas horas…
Se aferra ciegamente al estómago con los brazos, uno de ellos muestra su carne roja.
De nuevo el golpe, pero esta vez se escucha distinto. El calor me sofoca.
—¡Ventilador de porquería te voy a destrozar en pedazos! —grito como un lunático.
Un momento…
Ya había roto el aparato, -vuelve el golpe- este proviene de otro lugar. Giro sobre mí y lo veo en persona, parado contra el marco de la puerta. La grabación sigue funcionando, aunque no veo la imagen, puedo escucharlo…
—No puedo calmar esta hambre que me invade. Parece como si fuera lo único que me permite mantenerme en pie. Hace unos minutos me he visto tentado a comer carne... humana.
El monstruo salta como fiera hambrienta. Trato de esquivarlo y me azoto contra la pared, casi caigo al suelo al perder el equilibrio. Intento luchar contra él pero estoy a su merced, parece que no salgo de esto. No llego a ver sus dientes sin embargo siento como van desgarrando la carne en mi cuello… Todavía se logra mirar la luz del medio día que cruza por la ventana.
Mami, ¿hoy puedo dormir con ustedes?
1 comentarios:
Fue toda una experiencia escribir contigo...!!!
Aún lo leo y me pone los pelos de punta!!!
Gracias por todo, a darle con la escritura =D
Publicar un comentario